HEAVYMENTAL

UN ZAPATO PERDIDO

Aquella mañana decidí salir con Mateo, mi pequeño hijo, a hacer unas compras. Las necesidades familiares eran, como casi siempre, eclécticas: pañales, disquetes, el último libro de Ana Miranda y algunas botellas de vino argentino difíciles de encontrar a buen precio en Río de Janeiro. Luego de algunas cuadras, Teo se durmió plácidamente en su cochecito. Mientras el soñaba con alguna probablemente mágica, percibí que uno de sus zapatos estaba desatado y casi cayendo. Decidí sacárselo para que en un descuido se perdiera. Pocos segundos después una elegante señora me alertó: "cuidado! Su hijo perdió un zapatito. "Gracias -respondí- pero yo se lo saqué". Algunos metros mas adelante, el portero de un edificio de garage, de sonrisa tímida y palabra corta. movió su cabeza en dirección al pie Mateo, diciendo en tono grave: "el zapato". Levantando el dedo pulgar en señal de agradecimiento, continué mi camino. Antes de llegar al supermercado, doblando la esquina de la Avenida Nossa Senhora de Copacabana y Rainha, Elizabeth, un surfista igualmente preocupado por el destino del zapato de Teo dijo: "o mané, tu hijo pedió la sandalia". Erguí el dedo nuevamente y sonreí agradeciendo, ya sin tanto entusiasmo. En el supermercado los llamados de atención continuaron. La supuesta pérdida del zapato de Mateo no degaba de generar diferentes muestras de solidaridad y alerta. Llegando a nuestro departamento, Joao, el portero, haciendo gala de su habitual histrionismo, gritó despertando al niño:" Mateo! Tu papá èrdió de nuevo el zapato"
El sol tornaba aquella mañana especialmente brillante. La precoupación de las personas con el paradero del zapato de mi hijo, aunque insistente, le brindaba un toque solidario que la hacía mas alegre o al menos mas fraternal. Sin embargo, una vez a resguardo de los llamados de atención, comenzó a invadirme una incómoda sensación de malestar.
Río de Janeiro es, como cualquier gran metrópoli latinoamericana, un territorio de profundos contrastes, donde el lujo y la miseria conviven de forma no siempre armoniosa. Mi desazón era, quizás injustificada: ¿ Qué hace el pie descalzo de un niño de clase media motivo de atención y circunstancial preocupación en una ciudad con centenas de chicos descalzos, brutalmente descalzos? ¿Porqué en una ciudad con decenas de familias viviendo a la intemperie, el pie superficialmente descalzo de Mateo llamaba mas la atención que otros pies cuya ausencia de zapatos es la marca inocultable de la barbarie que supone negar los mas elementales derechos humanos a millares de individuos? La pregunta me parecía trivial. Sin embargo de a poco, fuí percibiendo que aquel acontecimiento encerraba algunas de las cuestiones centrales sobre las nuevas (y no tan nuevas) formas de exclusión social y educativa vividas hoy en América Latina. Y esta sensación, lejos de tranquilizarme me perturbó todavía mas. Traté de ordenar en vano mis ideas. La posibilidad de reconocer o percibir acontedimientos es una forma de definir los límites siempre entre lo "normal" y lo "anormal" o aceptado y lo rechazado, lo permitido y lo prohibido. D e allí que, mientras es "anormal" que un niño de clase media ande descalzo, es absolutamente "normal" que centenas de chicos de la calle anden sin apatos y deambulando por las calles de Copacabana pidiendo limosnas.
La "anormalidad" vuelve los acontecimientos visibles, al mismo tiempo en que la "normalidad" suele tener la facultad de ocultarlos. Lo "normal" se vuelve cotidiano. Y la visibilidad de lo cotidiano se desvanece (insensible e indiferente) como producto de su tendencial naturalización.
En nuestras sociedades fragmentadas, los efectos de la concentración de riquezas y la ampliación de miserias, se diluyen ante la percepción cotidiana, no sólo como consecuencia de la frivolidad discursiva de los medios de comunicación de masas (con su inagtable capacidad de canalizar lo importante y sacralizar lo trivial) sino también pormla propia fuerza que adquiere todo aquello que se torna cotidiano, osea "normal". La selectividad de la mirada cotidiana es implacable: dos pies descalzos, no son dos pies descalzos. Uno es un pié que perdió el zapato. El otro, es un pié que simplemente no existe, nunca existió ni existirá. Uno es el pié de un niño, el otro, es el pié de nadie. La exclusión se normaliza y al hacerlo se naturaliza, desaparece como problema para volverse sólo en un dato. Un dato que en su trivialidad nos acostumbra a su presencia. Dato que nos produce una indiganción tan efímera como lo es el recuerdo de la estadística que informa el porcentaje de individuos que viven por debajo de la linea de pobreza.
La exclusión se desvanece en el silencio de los que la sufren, los qu la ignoran o la temen. De cierta forma, debemos al miedo el mérito de recordarnos diariamente la existencia de la exclusión. El miedo a los efectos de la probeza, la marginalidad, el hambre, la desesperación o simplemente el desencanto.
La selectividad de la mirada temerosa es implacable: dos pies descalzos no son dos pies descalzos, uno, es le pie dede un niño, el otro, el pié de una amenaza.
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